El incendio de una parte de la
catedral parisina de Notre Dame conmocionó a todo el mundo. Jefes de Estado y
líderes de diversas naciones expresaron su tristeza y su disposición a
colaborar en la reconstrucción. En los medios de comunicación se hizo énfasis
en su arquitectura gótica –quizás sea la construcción más emblemática de este
estilo— y en que es el monumento de Francia más visitado al año por los
turistas, alrededor de trece millones.
Lugar turístico, joya
arquitectónica y símbolo de Francia, la Catedral de Notre Dame es, sin embargo,
mucho, muchísimo más que eso. Notre Dame encarna y representa los valores de
esa Europa milenaria que hoy pareciera estar en declive. Lo dijo de manera
magistral Gabriel Albiac en un artículo publicado en tiempo real mientras las
llamas devoraban la aguja de la Catedral: no es arte lo que se destruye, es
espíritu.
Europa ha sido una identidad
histórica, cultural y moral, más que una simple referencia geográfica o,
recientemente, una unión política y económica. Esa identidad se ha construido a
partir de un conjunto de valores universales que, como bien señaló Benedicto
XVI, el cristianismo contribuyó a forjar para que pudieran actuar como fermento
de civilización. El Papa Emérito se ha lamentado en numerosas ocasiones de que
la Europa actual esté perdiendo la confianza en su propio porvenir por
privilegiar una razón abstracta que pretende emanciparse de toda tradición cultural.
Esa tradición cultural europea de
origen judeocristiano va más allá de las prácticas religiosas puntuales o de
creencias individuales. Incluso agnósticos como Marcello Pera o el ya
mencionado Albiac han subrayado su relevancia. Es una herencia que se ha
transmitido durante generaciones, es ese “rumor de fondo” del que habla con
acierto Rafael Navarro-Valls cuando hace alusión a la “democracia de los
muertos”, es decir, a esa suerte de pacto que nos incluye no solo a las
generaciones actuales: también a las que ya pasaron y a las que habrán de
venir.
Esa tradición fue llevada por
Europa a América y a otras partes del mundo que hoy forman parte de la
civilización occidental, esa que bebe de tres grandes fuentes: la razón griega,
el derecho romano y el amor cristiano. Atenas, Roma y Jerusalén se fundieron en
una tradición de la que se derivan valores como la dignidad humana, la
libertad, la solidaridad, el respeto a la vida, la igualdad o la fraternidad,
los cuales ya están hoy reconocidos en la Carta de los Derechos Fundamentales
de la Unión Europea.
Notre Dame simboliza todo eso. Al
igual que las otras imponentes catedrales europeas, se construyó pensando en lo
sagrado, en lo inmaterial, en lo trascedente. Como consecuencia de esos
altísimos propósitos y de ese espíritu creador, el arte se manifestó en toda su
plenitud y a lo largo de ocho siglos ha logrado resistir la ira de los revolucionarios, la barbarie de los comuneros, los horrores de dos guerras mundiales y ahora un devastador incendio.
Si a partir de lo acontecido esta
semana ese espíritu se renueva, el incendio de la vetusta Catedral puede
convertirse no en una tragedia sino en un sacrificio, es decir, en un
holocausto que no es en vano.
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