
Si algo ha caracterizado el pontificado de Benedicto XVI ha sido su empeño en dialogar con el mundo moderno y encontrar, en medio de la pluralidad y la diversidad, algunas certezas en común. Es célebre el debate que siendo todavía Cardenal sostuvo con el filósofo Jürgen Habermas en torno a los fundamentos morales del Estado. Ya como Papa ha ido a universidades y parlamentos a construir puentes y encontrar coincidencias. El Papa sabe bien que en el mundo de hoy la Iglesia compite con otras asociaciones planteando sus opiniones e ideas. Si éstas son racionales y razonables, conquistará corazones libres. Pero para ello, Benedicto XVI recuerda que el católico no debe renunciar a su propia singularidad, sino por el contrario tiene que fortalecerla y clarificarla. El diálogo nunca podrá ser pleno si se excluye a priori a quienes emiten opiniones inspiradas en alguna fe religiosa o si en nombre de la pluralidad se exige la renuncia a las convicciones propias.
Por eso el Papa ha sostenido que la religión tiene un papel relevante para la formación de virtudes civiles y que, por lo tanto, es una oportunidad y no una amenaza en un sistema democrático. La religión puede motivar a los ciudadanos individualistas a involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común.
En la reunión que sostuvo con parlamentarios británicos en Westminster en 2010, Benedicto XVI rechazó de plano la posibilidad de que la religión pueda proponer soluciones políticas concretas a
los problemas coyunturales a los que se enfrenta una sociedad, pero defendió vigorosamente su papel para ayudar a la razón a descubrir, sin sectarismos ni fundamentalismos, principios morales objetivos. Afirmó en aquella ocasión que "sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana". El siglo XX es un fiel testigo de cómo los sueños de la razón pueden producir monstruos, como bien decía Francisco de Goya.
En este mundo plural, Benedicto XVI no ha sido un restaurador ni ha caído en tentaciones confesionales. Por el contrario, ha defendido una laicidad positiva, abierta, dialogante. Una laicidad que una y no que excluya. Una laicidad que garantice la plena libertad religiosa, tanto en
lo público como en lo privado, y que por lo tanto es condición necesaria para disfrutar de una sociedad incluyente en la que todos puedan manifestarse para así lograr interrelaciones fecundas y enriquecedoras. Una laicidad que se opone a ese laicismo fanático que pretende expulsar cualquier referencia religiosa del espacio público y negar el ámbito de lo sagrado, como si no formara parte de la tradición cultural de la humanidad a lo largo de toda la historia. Una laicidad que pueda promover una nueva relación entre lo espiritual y lo temporal, garantizando así la libertad y la concordia entre los seres humanos, desterrando cualquier confusión entre el Estado y la Iglesia, por un lado, y cualquier vestigio de intolerancia hacia la religión, por otro.
Así es Benedicto XVI, el hombre que nos visita. Frente a su palabra, cada quien será libre de aceptarla, rechazarla o permanecer indiferente. En todo caso, vale la pena escucharlo.