
Hoy pareciera existir un consenso bastante amplio
en el mundo occidental en que el Estado debe ser laico, ya que sólo así se puede
garantizar la plena libertad religiosa. Ahora bien, laico de ninguna manera
significa antirreligioso ni ateo; supone la neutralidad en materia no solamente
religiosa, sino también ideológica a fin de que las diversas creencias de todo
tipo puedan competir por conquistar las voluntades libres de los ciudadanos en
un marco de civilidad y respeto. Esa neutralidad no implica, empero, que el
Estado, en tanto que organización política suprema de una sociedad, tenga que
ser ajeno a la historia y las tradiciones culturales de ésta; es así como, por
ejemplo, en Estados Unidos el Presidente jura el cargo sobre una Biblia, en
Argentina el Presidente inicia su mandato con un Te Deum o en España el Rey presenta una ofrenda cada año al Apóstol
Santiago. Sin hablar de que la gran mayoría de las constituciones democráticas
incluyen en sus preámbulos algún tipo de invocación divina o de reconocimientos
de sus raíces religiosas, sin que nadie se escandalice por ello.
Está claro que las religiones no plantean
soluciones políticas concretas y específicas a los problemas coyunturales a los
que se enfrenta una sociedad, pero sí juegan un papel fundamental para proponer
principios morales objetivos y universales. En eso consiste precisamente la
laicidad positiva: permitir o incluso promover el intercambio fructífero entre
las diferentes cosmovisiones a fin de encontrar puntos en común que ayuden a
una sociedad a desarrollarse más integralmente. Esa laicidad positiva busca
garantizar la plena libertad religiosa, tanto en lo público como en lo privado,
y se opone a ese laicismo intolerante que pretende erradicar cualquier
referencia religiosa del espacio público y negar el ámbito de lo sagrado, como
si éste no formara parte de la tradición cultural de la humanidad a lo largo de
toda la historia.
Las religiones tienen una función relevante en la
formación de virtudes cívicas y, por lo tanto, son una oportunidad y no una
amenaza para un sistema democrático. No son pocas las ocasiones, en el mundo
entero, en que la religión motiva a los ciudadanos individualistas a
involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un
interés común.
En este esfuerzo, el católico –al igual que el
creyente de cualquier otra religión— no debe renunciar a su propia
singularidad: sólo puede haber diálogo fecundo desde la claridad de las convicciones
propias. Convicciones que se traducen en compromisos ineludibles: el Papa
Francisco fustigó la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la exclusión de
los indígenas o la cultura del descarte, y abogó por la construcción de una
civilización del amor en la cual la dignidad humana sea plenamente respetada y
en la cual “no haya necesidad de emigrar para soñar; donde no haya necesidad de
ser explotado para trabajar; donde no haya necesidad de hacer de la
desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos” (Ángelus en Ecatepec).
Durante más de un siglo, México vivió la paradoja
de ser una de las naciones con mayor porcentaje de católicos (en algunos
momentos cerca incluso del 100% de la población) y al mismo tiempo tener una de
las legislaciones más laicistas y restrictivas de la libertad religiosa. Esto
provocó una auténtica esquizofrenia social que condujo inexorablemente a la
doble moral: los católicos tenían que esconderse para practicar su fe o
participar en el espacio público, y las autoridades vivían en la más absurda
simulación –como cuando el muy hegeliano López Portillo llevó al Papa Juan
Pablo II a Los Pinos para que diera una Misa a su madre. Eso todo, por fortuna,
se ha ido terminando. Que el Papa Francisco haya asistido a Palacio Nacional es
una muestra de normalidad democrática, lo mismo que el Presidente o cualquier
servidor público haya comulgado durante una Misa. Otra cosa es que hubiera
funcionarios con un largo historial de comportamientos públicos poco
edificantes y no precisamente muy cristianos casi peleándose por aparecer en la
foto con el Papa Francisco. Eso ya quedará en la conciencia de cada quien.