Hoy parece difícil de creer, pero durante muchos
años en México no existió la libertad educativa. Los padres de familia no
podían formar a sus hijos según sus propias convicciones, las escuelas privadas
eran hostilizadas por el gobierno y el libro de texto oficial se imponía como
única verdad. Fueron muchas las personas que trabajaron por remediar esa
situación, algunas desde la visibilidad de la lucha pública, otras desde el
trabajo cotidiano, discreto, pero al mismo tiempo firme y pertinaz que tuvo como consecuencia
más reciente que la Constitución mexicana reconociera expresamente a los padres
de familia, en lo que sin duda podría ser calificado como una histórica
victoria de la libertad.

El pasado viernes, primero de la Cuaresma, Pedro
Uriel falleció. Entregó su alma a Dios después de varios días de intensos
tratamientos y sufrimientos que aceptó sin protestar. Esa frase hecha que dice
que “todos somos necesarios pero ninguno es indispensable” vuelve a
demostrar su falacia: Pedro era de esas personas indispensables en toda
organización humana porque con su buen humor, sabiduría y optimismo era capaz de
sacar de cada uno lo mejor de sí. Pero, sobre todo, era de esas personas, hoy
tan escasas, que buscan transformar la realidad a partir del compromiso con
unos principios. En el caso de Pedro, eran los del humanismo cristiano.
Lo vamos a extrañar. Y mucho. En un país en donde
la educación sigue siendo una asignatura pendiente, en donde la corrupción
carcome a las instituciones públicas y privadas y en donde la violencia no
cesa, ejemplos como el de Pedro Uriel iluminan el camino y nos indican hacia
dónde ir. En el dolor de su partida, nos queda la esperanza de aquella frase de
Chesterton retomada por los requetés en España: ante Dios nunca serás un héroe
anónimo. Descanse en paz.