
Nada de eso ocurrió, sin embargo,
cuando un monje budista acudió la semana pasada a la Asamblea del DF a dirigir una meditación a los diputados
locales. Este ministro usó la tribuna más alta de la ciudad para orar junto con
los asambleístas, quienes por un momento olvidaron sus diferencias ideológicas
y partidistas, cerraron los ojos, unieron las manos, y elevaron sus plegarias
al cielo. Quizá el hecho de que este ministro religioso haya sido un líder
budista, y no un Obispo católico ---muchos de nuestros progres más que laicos
son cristianofóbicos, hay que decirlo—haya sido el motivo para que ninguna
reacción en negativo se hubiera producido.
Pero más allá de la incongruencia
de muchos laicistas y progresistas de nuestros días, la reflexión de fondo es otra. ¿Hizo daño
que este monje, llamado Gyalwang Drukpa, haya orado con los diputados locales? La
realidad es que no. Como tampoco hubiera hecho daño que un rabino judío, un
imán musulmán o un sacerdote católico hubieran hecho lo mismo, siempre y
cuando, claro está, no existiera una confusión entre lo religioso y lo político
y estas dos esferas no se invadieran mutuamente. El monje budista dirigió un
mensaje de paz a los diputados locales, algo que en lo más mínimo viola la
laicidad del Estado, ni mucho menos supone una coacción para los que no son
budistas. El problema es que en nuestro país se ha confundido la legítima y
necesaria autonomía entre lo espiritual y lo temporal con la pretensión
autoritaria por erradicar lo religioso de la esfera social.
Una auténtica libertad religiosa
reclama garantizar que creyentes y no creyentes puedan convivir sin mayores
sobresaltos. El Estado no debe imponer religión alguna, pero tampoco debe de ir
más allá y aspirar a que la sociedad no tenga ninguna creencia. Eso es decisión
de cada persona en lo individual. Un auténtico Estado liberal respeta las
creencias de sus ciudadanos y no las persigue ni las ve con desconfianza. Filósofos de la talla de Alexis
de Tocqueville, agnóstico él, han señalado que las sociedades religiosas
tienden a ser más libres, civilizadas y, en consecuencia, más proclives para la
democracia, ya que la fe en Dios evita que se caiga en la tentación de
divinizar a un gobernante en particular, lo cual es el germen del totalitarismo;
la fe en una esperanza superior, decía este ilustre pensador liberal, pone al
gobierno en su justa dimensión y limita al Estado en su pretensión por buscar el
dominio pleno sobre el ser humano con el pretexto de ayudarlo a construir su
felicidad. Cuando esta fe en una esperanza superior decae por el relativismo,
surge entonces el mito de la esperanza total en el gobierno; el
Estado se convierte así en el único referente ético y moral.
Por eso es que el Estado no debe
ver a la religión como una potencial fuente de conflictos –como presupone el
laicismo radical—sino como una oportunidad para generar redes solidarias que aporten elementos éticos muy valiosos para el bien común. La laicidad del Estado consiste,
precisamente, en que todos los ciudadanos puedan expresarse sin cortapisas y sin
más límites que el mantenimiento del orden público; la verdadera laicidad
defiende la diversidad social frente aquellos que quieren imponer pensamientos
únicos o, peor aún, atribuirse el monopolio de lo que se debe discutir en la
arena pública. Por lo tanto, bien hizo la Asamblea Legislativa del Distrito
Federal, una ciudad con inmensos problemas y con una violencia a flor de piel,
en llevar a un hombre espiritual a hablarles a nuestros representantes sobre la
importancia de construir la paz.